Columnistas

UN BAR CHAMUYERO / Fernando Garófolo
UN LUGAR PARA “PERDER” EL TIEMPO.

Una mesa cualquiera, de esas que nunca preguntan. Un cuadro de Chaplin. Incas contra españoles. Gente leyendo. Como en el tango, una mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas. Filosofía, dados, timbas. Alguna poesía cruel. Y un profesor de Historia que con un artista plástico protagonizan una noche interminable.


Un lugar de Rosario. Dos de la madrugada. Aparecen los personajes más excéntricos del barrio, aquellos que sin poder dormir por los excesivos ruidos externos se instalan en el bar a organizar sus actividades del día siguiente.
Empiezo a entender el por qué de las cosas del lugar; no son objetos colocados por el dueño del bar sino que fueron llevados, generosamente, por la gente del barrio.
Hace un tiempo supe que los libros de la biblioteca fueron acercados por el profesor de Historia, Juan José Luque, un tipo solitario, austero, de una modestia tal que jamás dice haber conocido a quien conoció y a quien lo inspiró a contar la historia de grandiosos personajes. Alto, con una barba ya crecida, le apasionan temas relacionados con los movimientos revolucionarios que cambiaron el mundo, los conflictos bélicos, las estrategias armadas y otros tantos que suele callar.

En el bar, parado frente a un intento de pizarrón, haciendo giros de trescientos sesenta grados por si algún alumno se pasa de astuto y, tiza en mano, el profesor anota nombres como José Martí, Ernesto Guevara, Fidel Castro, Pizarro, José de San Martín. En torno a una mesa, no muy apartada de la biblioteca, se encuentran dos banquetas; sobre ella, se apoya un juego de ajedrez con figuras de incas contra españoles, como si todavía quedasen huellas de la odisea de Colón hacia el Nuevo Mundo. En un extremo, no muy lejano, cuelga un cuadro enorme de Charles Chaplin junto a un perro, casi como inmortalizándolo,- se nota que el perro es una de las mejores compañías del hombre.

En el bar no hay muchas mesas ni sillas, la gente que llega tarde permanece de pie o intenta leer algún libro en la vereda.
Caminando unos metros, hacia el fondo, se alcanza a observar un ambiente más oscuro y sombrío, que aleja a cualquier desconocido. Según Luque, esa parte borrosa y opaca es la región no reconocida del bar; y me pide que no se lo comente a nadie, porque pueden intervenir las Naciones Unidas con eso de los Derechos Humanos. Ahí mismo –dijo en un tono de precaución, mirando hacia el este y el oeste– se hacen rituales evocando a Adolf Hitler y Benito Mussolini.
Esa noche tan particular, Luque continuó con el relato, y además aportó que en una parte profunda del terreno hay un intento de escalera en caracol que conduce –seguía mirando a los costados– a un túnel subterráneo que, se dice, comunica la ciudad de Rosario con el cerro Uritorco de Capilla del Monte.

Ocasionalmente, a eso de las tres, suele aparecer por el bar un muchacho llamado Javier, artesano y artista plástico, quien dice ser el dios de una nueva música, que nadie escucha. No obstante, a él poco le importa y anda con su guitarra matando penas de un pasado desdichado. Siempre con un charango en mano; cuando empieza a tocar, fastidia el ambiente, interrumpiendo la clase del profesor Luque, quien a esa altura de la madrugada empieza a hablar en un incipiente quechua, intentando convencer a los habitués del bar, diciéndoles que se va a desatar una tercera guerra mundial. Los que le siguen la corriente, los menos, están ahí por conveniencia personal, dado lo difícil que es aprobar la materia que él mismo dicta, no por la materia en sí, sino por el delicado estado emocional en el que se encuentra el profesor Luque.

La mayoría de las veces trata de imponer un ritmo en el lugar y termina no solo discutiendo álgidamente, sino irritándose con algún alumno, pasado ya por los efectos del alcohol. Es en ese momento, cuando empieza el escándalo: el profesor dice que no lo dejan terminar la clase y que no le permiten hablar la nueva lengua que va a dominar al mundo en los años siguientes. Sigue argumentando, escribiendo, haciendo ademanes, amenazando a los que no lo escuchan. Mientras tanto, el artista dice que no lo deja concentrarse, inspirarse ni componer.
Comienza el tumulto; unos y otros se agarran, forcejean, se insultan, hasta se tiran con lo primero que tienen a mano: vasos, restos de pizza maloliente, facturas de ayer, banquetas…
A las mozas del bar poco les importa lo que sucede, solo les interesa la escasa propina que deja la gente. Los pocos lugareños que todavía están ahí intentan separarlos, pero la furia de Luque y la de Javier son incontrolables. El profesor está tan metido con esto del idioma, que lo insulta en quechua –eso parece– mientras que el artista se defiende con su charango como una especie de escudo y espada. En un determinado momento, ambos caen en un sosiego casi increíble y paradójico, deciden sentarse en una de las pocas sillas que quedan en pie, escucharse y reflexionar juntos.

Empieza a colarse el sol, advirtiendo los restos de la noche. Son casi las 6.00 am. Luque y Javier siguen sentados, bebiendo alcohol, hablando por hablar, en un bar. Un bar más que le da espacio al chamuyo y, a veces también, al delirio.

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Imagen: Archivo Postales



Fernando Garófolo: Fernando Garófolo es escritor y docente. Ha publicado "Un bar chamuyero y otros relatos" (Editorial Ciudad Gótica, Rosario, 2012).